miércoles, 4 de noviembre de 2009

II Reunión - Textos

La segunda reunión dio sus frutos a pesar de ser un tema bastante subjetivo: la felicidasd.

Nos basamos principalmente en tres autores:

-Aristóteles y su eudemonismo aristotélico, que cree que el hombre tiene como meta la felicidad y la alcanza mediante la prudencia, jerarquizando los bienes a conseguir y escogiendo siempre el término medio (los excesos siempre son malos).



-Bertrand Russell, magnífico filósofo y ensayista inglés de mediados del S. XIX, principios del S. XX.
Los textos que analizamos fueron del libro "La conquista de la Felicidad", que dejo a continuación.

“… Todo interés externo inspira alguna actividad que, mientras que el interés permanece activo, nos previene por completo contra al tedio. El interés por uno mismo, al contrario, no conduce a ninguna actividad progresiva. Puede llevarnos a escribir un diario, a caer en el psicoanálisis o tal vez a meterse fraile. Pero el fraile no será feliz hasta que la rutina del monasterio le haya hecho olvidar su propia alma. La felicidad, que el atribuye a la religión, la pudo haber obtenido haciéndose barrendero, siempre que se le obligara a serlo durante toda su vida. La disciplina externa es el único camino que pueden seguir hacia la felicidad esos infortunados, cuya absorción en sí mismos es demasiado profunda para que pueda curarse de otro modo.

[…]

El hombre típicamente desgraciado es el que, habiendo sido privado en la juventud de alguna satisfacción normal, ha llegado a evaluar unas satisfacciones más que otras, y, por lo tanto, ha dado a su vida una dirección única, además de un énfasis exagerado del éxito sobre las actividades opuestas a él.

[…]

El orgullo de su infortunio hace que la gente menos complicada sospeche de su sinceridad y crean que quienes se gozan en su desgracia no son desgraciados. Esta impresión es demasiado ingenua; no cabe duda de que existe una ligera compensación en el sentimiento de superioridad y penetración de estos sufridores, pero no es suficiente para compensar la pérdida de placeres más sencillos. Yo, por mi parte, no creo que exista superioridad mental alguna en el hecho de ser desgraciado. (…) La razón no se opone a la felicidad.

[…]

El animal humano, como otros animales, está adaptado a una determinada lucha por la vida, y cuando con grandes riquezas el homo sapiens puede satisfacer todos sus caprichos sin esfuerzo, la nueva ausencia de esfuerzo hace que en su vida se remueva un ingrediente esencial de la felicidad. (…) El hombre que consigue todo lo que quiere sigue siendo desgraciado. Olvida que la falta de algunas de las cosas que desea es un elemento indispensable de la felicidad.

[…]

Si yo viviera eternamente, los goces de la vida acabarían por perder fatalmente su sabor. Siendo como es, la vida conserva perennemente su frescura.

[…]


Si preguntamos a un hombre de negocios de América o de Inglaterra qué es lo que pone más obstáculos a su felicidad, contestará: “La lucha por la vida”. Lo dirá con toda sinceridad, porque así lo cree. Y en cierto aspecto es verdad; pero en otro lado muy importante es profundamente falso. La lucha por la vida es algo que existe naturalmente. Existe cuando cualquiera de nosotros se siente desgraciado. Existió, por ejemplo, para Falk, el héroe de Conrad, que en un barco abandonado era uno de los dos hombres con armas de fuego, entre una multitud que no tenía otra alternativa que comerse unos a los otros. Cuando los dos hombres acabaron con los alimentos en que pudieron estar de acuerdo, comenzó una verdadera lucha por la vida. Falk ganó, pero después fue siempre vegetariano. Pero no es todo lo que quiere decir el hombre de negocios al hablar de “la lucha por la vida”. Es una frase incorrecta, que se ha elegido para dignificar algo esencialmente trivial. Preguntémosle cuántos hombres de su clase han muerto de hambre. Preguntémosle qué fue de sus amigos, después que se arruinaron. Todo el mundo sabe que un hombre de negocios arruinado tiene muchas más comodidades materiales que quien no ha sido nunca lo suficientemente rico como para poder exponerse ala ruina. Lo que la gente entiende, pues, al hablar de la lucha por la vida es en realidad la lucha por el éxito. Lo que se teme al entrar en la lucha no es que falte el desayuno ala mañana siguiente, sino el que ni se consiga deslumbrar a los vecinos.
Es extraño cuán pocos hombres parecen darse cuenta de que no están cogidos en el engranaje de un mecanismo del que no pueden escapar, sin darse cuenta en el tráfago en que viven, de que no pueden seguir adelante. Hablo, desde luego, de los grandes negociantes, de los hombres que tienen grandes ingresos, y podrían, si quisieran, vivir con lo que tienen. Pero el hacerlo así les parece tan vergonzoso como desertar del ejército frente al enemigo, aunque si se les pregunta qué utilidad pública tiene su trabajo, se verán en apuros para contestar con otra cosa que soltando vulgaridades acerca de la vida activa.
(…)Mientras no solo desee el éxito, sino que este persuadido de todo corazón de que el deber del hombre es la persecución del éxito, y de quien no lo consiga es un infeliz, su vida será demasiado ansiosa y concentrada para ser dichoso.

La raíz del mal está en la importancia de que se concede al éxito en la competencia como la mayor fuerte de felicidad. Yo no niego que la consecución del éxito facilite el goce de una vida. Un pintor, por ejemplo, que durante su juventud ha sido desconocido, es probable que sea más feliz al conquistar la fama. Tampoco niego que el dinero, hasta cierto punto, sea muy capaz de aumentar la felicidad; más allá de cierto punto, no lo creo así. Lo que sí afirmo es que el éxito no es más que un ingrediente de la felicidad, y que se compra demasiado caro si todos los demás se sacrificaran por conseguirlo.

[…]

Después de las preocupaciones, uno de los factores más importantes de la desgracia es la envidia. Yo diría que la envidia es una de las pasiones humanas más universales y profundas, Se advierte ya en los niños al cumplir un año, y todo educador debe tratarla con el más respetuoso cuidado. La más ligera apariencia de favorecer a un niño a expensas de otro es instantáneamente observada y sentida. Pero los niños no hacen otra cosa que expresar con un poco más de sinceridad la envidia y los celos.
(…)
La envidia es la más desafortunada de todas las peculiaridades de la naturaleza humana; la persona envidiosa no sólo quiere hacer daño, y lo hace siempre que puede con impunidad, sino que ella misma se hace desgraciada a causa de la envidia. En vez de gozar lo que tiene, sufre de lo que tienen los demás. (…) ¿Por qué un médico ha de ir en coche a ver a sus enfermos y un trabajador tiene que ir a su trabajo a pie? ¿Por qué un investigador científico trabajo con calefacción mientras que otros tienen que exponerse a las inclemencias de los elementos? ¿Por qué a un hombre que posee algún talento excepcional de gran importancia para el mundo se le ha de dispensar del trabajo molesto de su propia casa? Para estas preguntas, la envidia no encuentra respuesta. Afortunadamente, sin embargo, existe en la naturaleza humana una pasión compensadora: la admiración. Quien quiera aumentar la felicidad humana, debe querer aumentar la admiración y disminuir la envidia.
(…)
En realidad, la envidia es la manifestación de un vicio en parte moral y en parte intelectual, que consiste en no considerar nunca las cosas en sí mismas, sino en sus relaciones.

[…]

Las cosas esenciales para la felicidad humana son sencillas, tan sencillas que las gentes complicadas no pueden sospechar qué es lo que realmente les falta.




Los caprichos y las manías, en muchos casos, no son un germen de felicidad fundamental, sino un medio de huir de la realidad, de olvidar por un momento algún contratiempo difícil de afrontar. La felicidad fundamental depende, sobre todo, de lo que pudiéramos llamar un interés amistoso por las personas y las cosas.
El interés amistoso por las personas es una variante del cariño, pero no del cariño que quiere poseer y busca siempre una correspondencia categórica. Lo que contribuye a la felicidad es observar a la gente y encontrar placer en sus rasgos individuales, procurar ayudar en sus intereses a las personas con quienes nos ponemos en contacto, sin el deseo de influir en ellas ni de asegurarnos su entusiasta admiración. La persona cuya actitud hacia los demás sea genuinamente de este tipo será una fuente de felicidad y un recipiente de recíproca simpatía.
(…) El secreto de la felicidad es éste: que tus intereses sean lo más amplios posibles y que tus reacciones hacia las cosas y personas interesantes sean amistosas en vez de ser hostiles.

[…]

El afecto, en el sentido de un genuino interés recíproco de dos personas, no sólo persiguiendo cada una de ellas su propia felicidad, sino aspirando al bien común, es uno de los elementos más importantes de la felicidad real, y el hombre cuyo ego, encerrado en muros de acero, no puede expansionarse, pierde lo mejor que puede ofrecer la vida, aunque tenga los mayores éxitos en su profesión. La ambición, que excluye el afecto en sus propósitos, es generalmente el resultado de algún disgusto o de algún odio contra el género humano producido por una juventud desgraciada, por injusticias de la vida posterior o por una cualquiera de las causas que conducen a la manía persecutoria. El ego desmesurado es una posición de la que el hombre debe huir si quiere gozar del mundo plenamente. La capacidad para los afectos genuinos es una de las señales de que el hombre ha escapado de esta prisión de sí mismo. El afecto pasivo no basta; debe ser activo al propio tiempo, y sólo cuando se conciertan en proporción aproximada rinden sus mayores posibilidades.

[…]

Sin la propia estimación es casi imposible la verdadera felicidad, y el hombre a quien avergüenza si trabajo, difícilmente podrá respetarse a sí mismo.





El hombre feliz
Es evidente que la felicidad depende, en parte, de las circunstancias y, en parte, de uno mismo. (…) Muchos creen que es imposible la felicidad sin un credo más o menos religioso. Muchos que son desgraciados creen que su infortunio es de raíces complicadas y muy intelectuales. Yo no creo que sean éstas las causas de la felicidad ni de la desgracia; creo que no son más que síntomas. El hombre desgraciado tiende a adoptar un creo desgraciado y el hombre feliz un credo feliz: cada uno atribuye su felicidad a su desgracia a sus ideas, cuando ocurre todo lo contrario. Hay cosas indispensables para la mayor parte de los hombres; pero son cosas sencillas: la casa, la comida, la salud, el amor, el éxito en su trabajo y el respeto de los suyos. Para algunas personas es asimismo esencial la paternidad. Cuando estas cosas faltan, sólo hombres excepcionales pueden ser felices; pero cuando se tienen o pueden obtenerse mediante un esfuerzo bien dirigido, el que sigue siendo desgraciado tiene alguna tara psicológica. (…) Cuando las circunstancias exteriores no son definitivamente adversas, el hombre debería ser feliz siempre que sus pasiones se dirijan hacia afuera, no hacia dentro. Nuestro esfuerzo debería, pues, tender, tanto en la educación como en las relaciones sociales, a evitar las pasiones egocéntricas y a la adquisición de afectos e intereses que impidan a nuestro pensamiento encerrarse perpetuamente dentro de sí mismo. Los hombres no son felices en una prisión, y las pasiones encerradas dentro de nosotros mismos constituyen la peor de las prisiones. “

La conquista de la felicidad, Bertrand Russell



-Fernando Savater, con su texto extraído de "El contenido de la felicidad":

“De la felicidad no sabemos de cierto más que la vastedad de su demanda. En ello reside precisamente lo que de subversivo pueda tener el término, pues, por lo demás, resulta ñoñería de canción ligera o embaucamiento de curas. La felicidad como anhelo es así, radicalmente, un proyecto de inconformismo: de lo que se nos ofrece nada puede bastar. Se trata del ideal más arrogante, pues descaradamente asume que tacharla de “imposible” no es aún decir nada contra ella. Imposible, pero imprescindible: irreductible. Su rostro permanece tenazmente oculto, pero la nitidez de su reverso nos basta para impulsarnos a requerirla sin concesiones: tal como Jehová a Moisés, sólo nos muestra su espalda (o su trasero), pero también en este caso ese disimulo resulta beneficioso. Cualquiera de sus habituales sinónimos fracasa al intentar sustituirla, porque su ápeiron, en último término, es más imprescindible para entenderlos o, al menos, definirlos de lo que ellos sirven para concretarla. El placer o la utilidad o aun el bien nada significan en cuanto ideales de vida si no se los refiere a la felicidad, mientras que ésta se obstina en no dejarse agotar por ninguno de ellos, ni siquiera por su conjunto. Esta resistencia resulta de nuevo subversiva porque fallan así las más comunes primas a la productividad y las recompensas de la obediencia, sobre las que se basa la falsa reconciliación colectivista, sea liberal o autoritaria. Felicidad es todavía lo que los políticos no se atreven a prometer directamente en nuestro días, y ello debe ser subrayado en honor del término.
No sabríamos definirla, no la confundimos con ninguno de los sucedáneos que pretenden reemplazarla; pero suponemos que seríamos capaces de reconocerla si por fin nos adviniese. Lo cual, por decir lo menos, no parece seguro. Quizás lo que ocurre con la felicidad es que somos incompatibles con ella. Felicidad es aquello que brilla donde yo no estoy, o aún no estoy o ya no estoy. Para ser feliz tendría que quitarme yo. Y, sin embargo, es el yo el que quiere ser feliz, aunque no se atreva a proclamarlo a gritos por las calles del mundo, aunque finja resignación o acomodo a la simple supervivencia, es decir, a la obligación de la muerte. Decir “quiero ser feliz” es una ingenuidad o una cursilería, salvo cuando se trata de un desafío, de una declaración de independencia, de una forma de proclamar: “Al cabo, nada os debo”. En cuanto deja de ser un cebo o una reconciliación piadosa, la felicidad –por inasible, por perennemente hurtad- comienza a liberar. De ahí que la echa a perder del todo eso del “derecho a la felicidad”. A todo puede haber derecho, menos a ella; se trata de lo contrario de aquello que se consigue o recibe en cumplimiento de un derecho. Quizá pueda decir legítimamente que tengo derecho a ser infeliz a mi modo o que tengo derecho a mi propia historia. Tal es el principio de mi aceptación y rechazo de la colectividad, pues mi estilo de infelicidad se encuentra necesariamente mediado por muchos otros intentos semejantes, aunque profundamente divergentes del mío. (…)
Kant habló de que lo importante no es la felicidad, sino “ser dignos de ella”. Ser dignos de la felicidad no es tener derecho a ella ni ser capaces en modo alguno de conquistarla, sino intentar borrar o disolver lo que en nuestro yo es obstáculo para la felicidad, lo que resulta radicalmente incompatible con ella. Aquellas contingencias que no responden al puro respeto a la ley de nuestra libertad racional, tales serían esas opacidades del yo bloqueadoras de la transparencia feliz, según Kant; Schopenhauer y los budistas supusieron más bien, como ya ha quedado insinuado, que es el mismo yo lo que nos hace indignos de la felicidad.
Borges escribió en una ocasión que el dragón es una figura que contagia irremediablemente de puerilidad las historias en que aparece, y yo hace tiempo me permití parafrasearle señalando que también la palabra “felicidad” puede rebajar un poco la madurez o la verosimilitud de los intentos teóricos en que se la incluye. Debo añadir ahora que mi interés por los dragones y por la felicidad proviene precisamente de esa circunstancia en apariencia derogatoria. Pero comprendo muy bien lo que debía sentir el personaje de Heinrich Böll cuando expresaba así su fastidio: “En las películas de divorcio y de adulterio juega siempre un gran papel la felicidad de alguien. ‘Hazme feliz, querido’, o ‘¿Quieres ser un obstáculo en mi felicidad?’. Por felicidad no alcanzo a entender nada que dure más de un segundo, puede que dos o tres como máximo.”. El rechazo instintivo de tan blandengues cursilerías es una inequívoca muestra de salud mental. Hay que exigir más a nuestra búsqueda en cuestiones que se suponen peligrosamente inefables.

Parto de la base: la única perífrasis que puede sustituir consecuentemente a la voz “felicidad” es “lo que queremos”. Llamamos felicidad a lo que queremos; por eso se trata de un objeto perpetuamente perdido, a la deriva.
(…) Al decir “quiero ser feliz”, en realidad afirmamos “quiero ser”. “

El contenido de la felicidad, Fernando Savater





Para alguna duda, podéis consultarnos.


¡Gracias a los asistentes y seguidores!

jueves, 15 de octubre de 2009

¡Bienvenidos!

Éste es el blog creado para facilitar el contacto entre los integrantes del Grupo de Debate que hemos formado.

Como pequeña introducción os diremos:
Las sesiones serán cada dos semanas, los jueves a las 5:30 (y aprox. durarán 1 hora- hora y media), en un aula del IES Alba Longa (Armilla)
Este primer trimestre se tratarán temas relacionados con la Ética; el siguiente, con la Política; y, por último, nos centraremos en problemas actuales.
También podéis agregarnos al tuenti: Hijos Bastardos de la Sociedad

He de decir que el objetivo de éste blog es que participéis, subiendo textos, opiniones... Que creo que para ello debéis haceros colaboradores (prometo ponerme a mirar bien el funcionamiento de ésto).
Los "apuntes" que demos serán subidos aquí también, a fin de facilitar la información de la gente que, por un motivo y otro, no pudo venir en alguna sesión.

Gracias a todos por apoyar el proyecto.


Fdo:
Any Garzón
Adrián Serrano